sábado, 7 de abril de 2012

No cambies de sonrisa, ni de rasgados ojos, ni de alargadas manos. No mudes el color de tu pelo, ni la forma de entrecerrar los ojos cuando se acerca el beso. Deja caer tu cuello sobre la almohada con el mismo desmayo de ayer. Deja tus brazos en torno de mi cuello igual que una bufanda para los días de frío venideros... Si no te fuiste, no te vayas más. No te disfraces; no finjas alejarte; no te hagas el dormido. Porque no hay demasiado tiempo, y habrá que darse prisa... Pondremos los recuerdos encima de la mesa: la noche aquella de agosto junto al mar, las músicas ardientes, la desolación de todos los principios, su júbilo infinito, la incertidumbre de los tactos, la torpeza, las amargas palabras, el inconsciente gozo que salta como un pájaro efímero de un hombro en otro, la torpeza recomendada cada día, el beso refugiado en la comisura de la boca entreabierta, la conversación muda de los ojos en las viejas tabernas, el atardecer que resbala sobre las aceras, y siempre la torpeza resistiéndose a reconocer que tú eres la única dádiva posible de la vida... Encima de la mesa los recuerdos comunes, como una manoseada baraja con que jugar por fin la última partida. Una partida en que nos asesoren todos los que hemos sido hasta ahora tú y yo.
Cuando llegues -si tienes que llegar- entra sin hacer ruido. Usa tu propia llave. Di buenas tardes, di buenas noches, y entra.
Pero escúchame bien, llega para quedarte cuando llegues.

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Lágrimas que silencian lo que tus ojos quieren gritar.